miércoles, 23 de marzo de 2016

>>>Todos podemos ser ángeles, podemos servir en calidad de Santo de los Últimos Días.



Esa mañana de Navidad en un hospital de Guatemala, no podíamos recurrir a los ángeles para que cantaran, pero podíamos recurrir a nosotros mismos.

Fuegos pirotécnicos y petardos, pesebres de colores brillantes y festines de tamales rellenos: en eso consiste la Navidad en Guatemala. Como misionera de tiempo completo, me di cuenta de que esas tradiciones eran muy diferentes a las mías en los Estados Unidos; sentía nostalgia y pensé que mi Navidad iba a ser deprimente.
Mi compañera, la hermana Anaya, dijo que hallaríamos gozo el día de Navidad al prestar servicio a los demás. Sugirió que pasáramos la mañana cantando en el hospital e invitamos a otros misioneros a ir con nosotros.
Al acercarnos a la entrada, vi a las personas que esperaban en fila para ver a sus seres queridos. Sus rostros reflejaban tristeza, sus pies calzados con sandalias estaban llenos de tierra y su ropa estaba desteñida. Esperamos junto con ellos, y cuando por fin se nos permitió entrar al edificio, caminamos por corredores angostos que tenían pintura verde que se estaba descascarando y pisos (suelos) de cemento. El olor a enfermedad y a medicamentos me abrumó.
En la tenue luz pude ver a pacientes enfermos acostados en camas en una habitación grande que tenía poca ventilación y nada de privacidad. Estaban allí recostados, algunos con vendas, otros con tubos intravenosos y otros conectados a máquinas que les ayudaban a respirar. Algunos de ellos gemían calladamente, mientras que otros dormían. Me pregunté a qué habíamos ido. La mayoría de nuestro pequeño grupo de misioneros se quedó en la puerta, sin saber qué hacer, pero la hermana Anaya no. Ella se acercó a cada cama y saludó a los que estaban enfermos, preguntándoles cómo se sentían y deseándoles una feliz Navidad. Su brío nos recordó a los demás por qué habíamos ido y empezamos a cantar villancicos, primero suavemente pero después con más confianza. Algunos de los pacientes sonrieron, otros permanecieron recostados aparentemente sin darse cuenta, y otros comenzaron a tararear.
La hermana Anaya, que cantaba con el himnario en la mano, se acercó a una mujer cubierta con vendas. La mujer comenzó a llorar calladamente, y mi compañera le acarició el cabello con ternura. En medio de las lágrimas, la mujer dijo: “Ustedes son ángeles; son ángeles”.
Nunca olvidaré la respuesta de la hermana Anaya: “No, no está escuchando a ángeles”, le dijo; “está escuchando a Santos Santos de los Últimos Días”.
Cuando Jesucristo nació, un ángel anunció Su nacimiento y una multitud de huestes celestiales alabó a Dios (véase Lucas 2:8–14). Cada Navidad pienso en esos ángeles, pero también pienso en la hermana Anaya. Recuerdo que nos animó a cantar en el hospital y que, al difundir gozo, también lo sentimos nosotros. Recuerdo que le acarició el cabello a esa mujer enferma y que no es preciso que yo sea un ángel para prestar servicio a los demás, puedo servirles en calidad de Santo de los Últimos Días.



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